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domingo, 15 de enero de 2017

Al frente 4 pesetas!

Las historias; esas batallas que a todos nos inspiran, nos remueven por dentro y nos hacen entender mejor los hechos pasados. Esas que nos hacen viajar sin tener que mover un solo pie hacia delante, y que son la vía más rápida de entender cómo pudo ser la vida antes, mucho antes, o esa que pudo ser y nunca fue así. Esos relatos que nos facilitan saber cómo todo lo pasado sucedió y por qué ahora somos así; son la vía más rápida para poder buscar un hueco entre futuro y presente, y en definitiva, comenzar a viajar.

Por eso os voy a contar una historia. Pero de esas historias que sucedieron, claro que sucedieron, pues, ¿No es verdad que todo lo que uno se imagine tiene una mayor probabilidad de haber sucedido que lo que de verdad sucedió? En definitiva la realidad nos pasó hace tiempo por el carril derecho, y no puso el intermitente. 


Esta historia se remonta a hace ya unos cuantos meses, podría decir años, e incluso décadas. En esa España nuestra que fue asediada por bombas extranjeras mediante aviones con pilotos que se alimentaban a base de salchichas de cerdo y que se dejaban el bigote para ocultar sus defectos mentales, y soldados que hervían su pasta bajo las órdenes de un jefe, que por tener, no tenía ni un pelo de listo. Pues en esa misma, esa que se alimentaba defendiéndose si hacía falta a base de bocadillos de rata, había un pueblo, una parte que resistía a duras penas en el centro de España, esa ciudad donde yo nací y donde ocurrió lo que a continuación se viene a ver.

Para todos los que hemos paseado por la Gran vía de Madrid y hemos recogido con nuestra visión panorámica nuestro rededor, hemos podido descubrir los imponentes edificios donde ahora las batallas encarnizadas se acumulan entre números y calculadoras de oficina. No hace tanto tiempo, entre carteles de propaganda civil y los muchachos que nacían en aquel Madrid del desgaste bajo los carteles de “No pasarán” , se encontraban sentados en un arcén dos hermanos, uno con doce años y cuatro meses, y el otro a punto de cumplir catorce. Ya sólo le quedaban dos meses y pocas bombas que esquivar. Es entonces, cuando por casualidad,  mirando el trajín de hombres engominados con gabardina que paseaban por lo largo y ancho de la Gran Vía, escucharon entre el bullicio terral de todos los transeúntes un grito que les iba a marcar su destino:

¡Al frente cuatro pesetas! — dijo un hombre de mediana edad, o eso advertía su arrugada nuca que sobresaltaba por debajo del sombrero que mantenía bien entallado.

¿Y si vamos al frente? Se preguntaron los dos muchachos. Pues al fin y al cabo sólo estaban sentados sin hacer nada, esperando como presos a su ejecución final, esperando a su verdugo mientras sólo apoyaban sus cabezas en la pared y guiñaban los ojos por el Sol que les cegaba aquella mañana de Marzo del 39. 

Entonces, ambos decidieron levantarse y huir a la máxima velocidad posible corriendo para coger el tranvía, pues no esperaba mucho este, y dejaba subir casi al vuelo a sus ocupantes.

Danos dos — dijo el más mayor de ambos.

— ¿Dónde quieren ir chicos?— preguntó el conductor con una tranquilidad notable para lo que estaba sucediendo en la capital.

— Pues al frente ¿Dónde sino?— dijo el pequeño con total naturalidad.

El conductor sin inmutarse les puso la mano, recogió las ocho pesetas correspondientes, y les dejó pasar.

—Cuidado y sentarse rápido chavales, ¡Venga, venga!— El conductor entre decepcionado y cabreado por el tono de sus palabras, se lo hizo saber a los muchachos que rápido tomaron asiento.

¿Qué se podía esperar de un tranvía en aquella época? Gente leyendo los periódicos donde las portadas recitaban un gigante «Madrid Resiste» y donde había mujeres con la falda hasta los tobillos que rezaban con su crucifijo apretado entre las manos, mientras que algunas de sus semejantes andaban con un rifle entre las piernas capaces de usarlo en cualquier instante. Esas mujeres sí que eran creyentes, sí que entendieron el significado de la palabra «creer».

Entonces, los chicos se sentaron entusiasmados por lo que iban a vivir. Era al fin y al cabo una aventura, e iban a defender sus calles, esas donde jugaban día sí y día también. Era su ciudad, su barrio, su gente.

Entonces llegaron a la parada esperada, después de pasearse entre escombros y penurias, llantos y escombros, se acercaron a una zona próxima a Ciudad Universitaria, donde el conductor frenó, miró por el retrovisor y en un gesto algo incómodo consiguió girarse y gritar:

— ¡Hemos llegao al frente!

Los muchachos se bajaron. Nerviosos, y entre tanto polvo por la lucha armada que se discutía entre los dos bandos, que no eran capaces de vislumbrar absolutamente nada, y totalmente desubicados, decidieron seguir a los pocos hombres que en aquella parada hicieron stop.

Pusieron rumbo entre la niebla junto a otros cinco combatientes que avanzaban con las armas que cada uno podía haber encontrado en sus casas, o que cualquier vecino que apoyaba la defensa les podría haber proporcionado. Uno de ellos llevaba una pistola que probablemente nunca antes había disparado, otro un rastrillo de arar, y los otros tres llevaban sendas escopetas de caza que aparecían de herencia por parte de la familia cazadora de las tierras de la ancha Castilla.

Y luego estaban ellos, los dos chavales, que en principio fueron por diversión, por experimentar algo nuevo, por descubrir qué era eso de salvar al pueblo,  pero cada vez estaban más nerviosos, asustados, y reprimidos por el sonido de las balas.

Entonces, llegando todos medio agachados al muro de contención, o líneas defensivas que separaban a los luchadores de Madrid respecto a los soldados del frente opuesto, las dos criaturas se pusieron a conversar:

—Tengo miedo, podríamos irnos a jugar a otra parte ¿No?— dijo el más pequeño.

—Pero hermano… ¿Dónde quieres que vayamos a jugar? Hemos tenido mala suerte, hemos nacido en guerra. Nunca podremos volver a ser libres como antes, a no ser que ganemos.

El más grande, mirando a los ojos a su hermano le quiso transmitir con la mirada más que con las palabras.

Entonces, después de que en otras partes de la península otros tantos como ellos habían tenido que rendirse, habían tenido que olvidar lo que era su verdadera ciudad y en la que ya habían entrado aquellos hombres con la mano en alto creyéndose dioses y ahuyentando a todas las personas que habían visto crecer. Después de que el pueblo más hambriento de Barcelona se cosiese el estómago con las «Píldoras del doctor Negrín», que no eran más que las lentejas que se distribuía mientras duraba el asedio a la ciudad Condal de Barcelona por parte de los sublevados (y se llamaban “píldoras” por la profesión de este cómo doctor). Después de que «La quinta del biberón» sustituyese las pelotas de tela y las heridas mal curadas, gracias a horas de travesura en las calles, por ríos de sangre que tintaban las cuencas del Ebro. Después de que los trece puntos de victoria, que serían las directrices para liberar a nuestro país se convirtiesen en trece puntos de sutura mal cosidos… Sólo entonces, se dieron cuenta de una cosa:

Creo que nunca vamos a poder volver a ser los de antes. Ya no vamos a poder crecer en nuestro Madrid, ya nunca volveremos a eso— dijo el mayor.

—No me digas eso… Quiero irme a casa.

 El más pequeño, entre lágrimas y balbuceos, se agarró a su hermano.

Es entonces cuando se dieron cuenta, cuando viendo el desánimo que había a su alrededor, entendieron que lo que venía no era más que  un futuro negro lleno de prohibiciones y látigo, de recortes a su libertad infantil y normas inquisitivas.

Y por azar, por puro azar, sucedió lo que podía haber sucedido en el más real de los casos. Una bala que salió del rifle de un sublevado, en forma de odio, en forma de muerte, atravesó el cuello del más pequeño de los dos. Y otra bala, disparada desde el mismo sentido, sin dar tiempo al auxilio de su hermano menor, atravesó la frente del más mayor de ambos.

Es así, como días antes de la invasión total de la Capital, dónde ahora me paseo y veo todas estas tiendas, donde se escuchan «Menús a 12 euros», donde las luces te ciegan la vista como aquel sol de aquella mañana en plena guerra civil, donde ahora miro al frente y veo pasearse a coches lujosos de todo tipo de marcas, es ahí, donde veo a ese conductor que llevó a tanta gente a la muerte, es ahí donde se situaba el tranvía que llevaba a defender una capital que nunca pudo resistir el acoso de las tropas enemigas.

Ahora veo como los chavales de aquella época se quedaron sin infancia y sufrieron lo que nunca nuestro país debió sufrir.

Y puede ser que esta historia sea una más, puede que sea parte de un libro olvidado, uno de esos libros que encontré a lo largo y ancho de mis paseos por las calles de mi Madrid, o puede que sea el diario de un revolucionario que se halló perdido entre los escombros de la última e injusta guerra española sucedida, o puede ser que el dolor nunca sepa de donde viene, o quien me lo transmitió así, y de alguna manera llegó a mí, e incluso, puede que piensen que eso nunca llegó a ocurrir. Pero recuerden, ¿No es verdad que la realidad hace tiempo que ya llegó a su destino? 




-Tranvía en la Guerra Civil Española (Madrid) -




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