Las historias; esas batallas que a todos nos
inspiran, nos remueven por dentro y nos hacen entender mejor los hechos
pasados. Esas que nos hacen viajar sin tener que mover un solo pie hacia
delante, y que son la vía más rápida de entender cómo pudo ser la vida antes,
mucho antes, o esa que pudo ser y nunca fue así. Esos relatos que nos facilitan
saber cómo todo lo pasado sucedió y por qué ahora somos así; son la vía más
rápida para poder buscar un hueco entre futuro y presente, y en definitiva, comenzar a viajar.
Por eso os voy a contar una historia. Pero de esas historias que sucedieron, claro que sucedieron, pues, ¿No es verdad que todo lo que uno se imagine tiene una mayor probabilidad de haber sucedido que lo que de verdad sucedió? En definitiva la realidad nos pasó hace tiempo por el carril derecho, y no puso el intermitente.
Esta historia se remonta a
hace ya unos cuantos meses, podría decir años, e incluso décadas. En esa España
nuestra que fue asediada por bombas extranjeras mediante aviones con pilotos
que se alimentaban a base de salchichas de cerdo y que se dejaban el bigote
para ocultar sus defectos mentales, y soldados que hervían su pasta bajo las
órdenes de un jefe, que por tener, no tenía ni un pelo de listo. Pues en esa
misma, esa que se alimentaba defendiéndose si hacía falta a base de bocadillos
de rata, había un pueblo, una parte que resistía a duras penas en el centro de
España, esa ciudad donde yo nací y donde ocurrió lo que a continuación se viene
a ver.
Para todos los que
hemos paseado por la Gran vía de Madrid y hemos recogido con nuestra visión
panorámica nuestro rededor, hemos podido descubrir los imponentes edificios
donde ahora las batallas encarnizadas se acumulan entre números y calculadoras
de oficina. No hace tanto tiempo, entre carteles de propaganda civil y los
muchachos que nacían en aquel Madrid del desgaste bajo los carteles de “No
pasarán” , se encontraban sentados en un arcén dos hermanos, uno con doce años
y cuatro meses, y el otro a punto de cumplir catorce. Ya sólo le quedaban dos
meses y pocas bombas que esquivar. Es entonces, cuando por casualidad,
mirando el trajín de hombres engominados con gabardina que paseaban por lo
largo y ancho de la Gran Vía, escucharon entre el bullicio terral de todos los
transeúntes un grito que les iba a marcar su destino:
— ¡Al frente cuatro
pesetas! — dijo un hombre de mediana edad, o eso advertía su arrugada nuca que
sobresaltaba por debajo del sombrero que mantenía bien entallado.
¿Y si
vamos al frente? Se preguntaron los dos muchachos. Pues al fin y al cabo sólo
estaban sentados sin hacer nada, esperando como presos a su ejecución final,
esperando a su verdugo mientras sólo apoyaban sus cabezas en la pared y
guiñaban los ojos por el Sol que les cegaba aquella mañana de Marzo del
39.
Entonces, ambos
decidieron levantarse y huir a la máxima velocidad posible corriendo para coger
el tranvía, pues no esperaba mucho este, y dejaba subir casi al vuelo a sus
ocupantes.
— Danos dos — dijo el más mayor de ambos.
— ¿Dónde
quieren ir chicos?— preguntó el conductor con una tranquilidad notable para lo
que estaba sucediendo en la capital.
— Pues
al frente ¿Dónde sino?— dijo el pequeño con total naturalidad.
El
conductor sin inmutarse les puso la mano, recogió las ocho pesetas correspondientes,
y les dejó pasar.
—Cuidado
y sentarse rápido chavales, ¡Venga, venga!— El conductor entre decepcionado y
cabreado por el tono de sus palabras, se lo hizo saber a los muchachos que
rápido tomaron asiento.
¿Qué
se podía esperar de un tranvía en aquella época? Gente leyendo los periódicos
donde las portadas recitaban un gigante «Madrid Resiste» y donde había mujeres
con la falda hasta los tobillos que rezaban con su crucifijo apretado entre las
manos, mientras que algunas de sus semejantes andaban con un rifle entre las
piernas capaces de usarlo en cualquier instante. Esas mujeres sí que eran
creyentes, sí que entendieron el significado de la palabra «creer».
Entonces,
los chicos se sentaron entusiasmados por lo que iban a vivir. Era al fin y al
cabo una aventura, e iban a defender sus calles, esas donde jugaban día sí y
día también. Era su ciudad, su barrio, su gente.
Entonces
llegaron a la parada esperada, después de pasearse entre escombros y penurias,
llantos y escombros, se acercaron a una zona próxima a Ciudad Universitaria,
donde el conductor frenó, miró por el retrovisor y en un gesto algo incómodo
consiguió girarse y gritar:
— ¡Hemos
llegao al frente!
Los
muchachos se bajaron. Nerviosos, y entre tanto polvo por la lucha armada que se
discutía entre los dos bandos, que no eran capaces de vislumbrar absolutamente
nada, y totalmente desubicados, decidieron seguir a los pocos hombres que
en aquella parada hicieron stop.
Pusieron
rumbo entre la niebla junto a otros cinco combatientes que avanzaban con las
armas que cada uno podía haber encontrado en sus casas, o que cualquier vecino
que apoyaba la defensa les podría haber proporcionado. Uno de ellos llevaba una
pistola que probablemente nunca antes había disparado, otro un rastrillo de
arar, y los otros tres llevaban sendas escopetas de caza que aparecían de
herencia por parte de la familia cazadora de las tierras de la ancha Castilla.
Y
luego estaban ellos, los dos chavales, que en principio fueron por diversión,
por experimentar algo nuevo, por descubrir qué era eso de salvar al
pueblo, pero cada vez estaban más nerviosos, asustados, y reprimidos por
el sonido de las balas.
Entonces,
llegando todos medio agachados al muro de contención, o líneas defensivas que
separaban a los luchadores de Madrid respecto a los soldados del frente
opuesto, las dos criaturas se pusieron a conversar:
—Tengo
miedo, podríamos irnos a jugar a otra parte ¿No?— dijo el más pequeño .
—Pero
hermano… ¿Dónde quieres que vayamos a jugar? Hemos tenido mala suerte, hemos
nacido en guerra. Nunca podremos volver a ser libres como antes, a no ser que
ganemos.
El
más grande, mirando a los ojos a su hermano le quiso transmitir con la mirada
más que con las palabras.
Entonces,
después de que en otras partes de la península otros tantos como ellos habían
tenido que rendirse, habían tenido que olvidar lo que era su verdadera ciudad y
en la que ya habían entrado aquellos hombres con la mano en alto creyéndose
dioses y ahuyentando a todas las personas que habían visto crecer. Después de
que el pueblo más hambriento de Barcelona se cosiese el estómago con las «Píldoras
del doctor Negrín», que no eran más que las lentejas que se distribuía mientras
duraba el asedio a la ciudad Condal de Barcelona por parte de los sublevados (y
se llamaban “píldoras” por la profesión de este cómo doctor). Después de que «La
quinta del biberón» sustituyese las pelotas de tela y las heridas mal curadas,
gracias a horas de travesura en las calles, por ríos de sangre que tintaban las
cuencas del Ebro. Después de que los trece puntos de victoria, que serían las
directrices para liberar a nuestro país se convirtiesen en trece puntos de
sutura mal cosidos… Sólo entonces, se dieron cuenta de una cosa:
— Creo que nunca
vamos a poder volver a ser los de antes. Ya no vamos a poder crecer en nuestro
Madrid, ya nunca volveremos a eso— dijo el mayor .
—No me
digas eso… Quiero irme a casa.
El más pequeño, entre lágrimas y balbuceos, se
agarró a su hermano.
Es
entonces cuando se dieron cuenta, cuando viendo el desánimo que había a su
alrededor, entendieron que lo que venía no era más que un futuro negro
lleno de prohibiciones y látigo, de recortes a su libertad infantil y normas
inquisitivas.
Y por
azar, por puro azar, sucedió lo que podía haber sucedido en el más real de los
casos. Una bala que salió del rifle de un sublevado, en forma de odio, en forma
de muerte, atravesó el cuello del más pequeño de los dos. Y otra bala,
disparada desde el mismo sentido, sin dar tiempo al auxilio de su hermano
menor, atravesó la frente del más mayor de ambos.
Es
así, como días antes de la invasión total de la Capital, dónde ahora me paseo y
veo todas estas tiendas, donde se escuchan «Menús a 12 euros», donde las luces
te ciegan la vista como aquel sol de aquella mañana en plena guerra civil, donde
ahora miro al frente y veo pasearse a coches lujosos de todo tipo de marcas, es
ahí, donde veo a ese conductor que llevó a tanta gente a la muerte, es ahí
donde se situaba el tranvía que llevaba a defender una capital que nunca pudo
resistir el acoso de las tropas enemigas.
Ahora
veo como los chavales de aquella época se quedaron sin infancia y sufrieron lo
que nunca nuestro país debió sufrir.
Y
puede ser que esta historia sea una más, puede que sea parte de un libro
olvidado, uno de esos libros que encontré a lo largo y ancho de mis paseos por
las calles de mi Madrid, o puede que sea el diario de un revolucionario que se
halló perdido entre los escombros de la última e injusta guerra española
sucedida, o puede ser que el dolor nunca sepa de donde viene, o quien me lo
transmitió así, y de alguna manera llegó a mí, e incluso, puede que piensen que
eso nunca llegó a ocurrir. Pero recuerden, ¿No es verdad que la realidad hace
tiempo que ya llegó a su destino?
-Tranvía en la Guerra Civil Española (Madrid) - |
No hay comentarios:
Publicar un comentario